Ana Diosdado y «El cielo que me tienes prometido»


Me entristeció ver, el miércoles, el aspecto del patio de butacas del teatro María Guerrero en el estreno de «El cielo que me tienes prometido». Era el arranque de temporada del Centro Dramático Nacional, y uno esperaba que hubiera cierta solemnidad en el acto. Pero no: brillaba totalmente por su ausencia (la solemnidad, digo).

Me sorprendió -y me entristeció- más, sin embargo, porque la función significaba también el comienzo del homenaje que la Sociedad General de Autores de España (SGAE) y el Centro Dramático Nacional (CDN) quieren dispensar a Ana Diosdado, la autora y directora de «El cielo que me tienes prometido», y que falleció poco después de su estreno. 

No vi en el patio de butacas (si estaban, les pido disculpas) ni a Manuel Aguilar, presidente de la Fundación SGAE, ni a Ernesto Caballero, director del CDN, que un par de días antes se deshacían ante la prensa en mercecidos y seguro que sinceros elogios hacia Ana Diosdado. Tendrían, no me cabe duda, una buena razón para no estar presentes en el estreno (si es que no estaban, insisto).

Pero más allá de esta (posible) ausencia sentí lástima por lo deslucido del acto, por la falta de apoyo institucional -tampoco reconocí a nadie del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes; solo vi a Jaime de los Santos, director general de Promoción Cultural de la Comunidad de Madrid- y la escasísima presencia de rostros familiares de nuestra escena. Quizás no era suya la culpa; quizás nadie les había invitado.

Insisto: creo que la apertura de la temporada del Centro Dramático Nacional en el teatro María Guerrero hubiera merecido una pizca de solemnidad (no quiero decir con ello que el traje largo y el esmoquin fueran la etiqueta). Con solemnidad me refiero a darle relevancia e importancia a ese hecho mágico y alborozado (al menos para mí) que es levantar el telón de una temporada; más si es el de un escenario histórico y emblemático como el María Guerrero; más si se trata del Centro Dramático Nacional, tronco de la escena española. Y más aun si, en ese acto, se está rindiendo homenaje a una mujer que ha dejado una huella indeleble en nuestro teatro. Ana Diosdado se merecía un homenaje más cálido que el que se le dispensó el miércoles.

Y me da lástima porque es así como se trata en España al teatro. Como lo trata, incluso, el propio mundo del teatro. Para un arte que, le pese a quien le pese, tiene mucho de ceremonia, el símbolo que supone una apertura de temporada sonada (mucho más deslucida que, por ejemplo, la rueda de prensa de presentación) tiene su significado. En este caso, pobre significado.


Por lo que se refiere a «El cielo que me tienes prometido» -la última que escribió y dirigió Ana Diosdado-, me parece una obra más interesante sobre el papel que sobre el escenario. Presenta a dos mujeres poderosas frente a frente, Santa Teresa de Jesús y Ana Mendoza, la princesa de Éboli, en un intenso e inteligente combate dialéctico y de ideas; pero creo que el texto es demasiado discursivo y descriptivo, y que a las hermosas palabras que la autora pone en boca de sus personajes les falta la correspondencia de la acción que ella, como directora, no supo llevar a su puesta en escena.

Es «El cielo que me tienes prometido», con todo, un espectáculo de bella factura, que se ve y se escucha con agrado, maravillosamente escrito, y bien defendido por las tres magníficas actrices: María José Goyanes, Irene Arcos y Elisa Mouliaá (algo precipitada en sus intervenciones del principio; es cierto que a su personaje le tachan de atolondramiento, pero debe cuidar que no se pierda el texto). 

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