Irene Escolar en «Blackbird»


Que Irene Escolar es una actriz descomunal* lo ha dicho ya mucha gente; no le sorprenderá a nadie, por tanto, que lo diga yo porque, además, no es la primera vez que hablo de ella en este blog en términos superlativos. Si a alguno le cansa que lo haga, que deje de leer estas líneas, porque van a ser fundamentalmente un nuevo elogio de Irene Escolar.

Pero no quiero solo destacar su trabajo interpretativo, sino su insaciable -y contagiosa- voracidad teatral, que hace que convierta cada uno de sus trabajos en una causa personal, y que devore hasta los huesos a cada uno de sus personajes. Los posee, los radiografía, los engulle, y se los entrega a los espectadores transfigurados a través de su cuerpo y de su alma.

Irene leyó hace unos años «Blackbird», del dramaturgo escocés David Harrower, y se enamoró de la historia fangosa y turbia que se cuenta, inspirada en el caso de Toby Studebaker, un antiguo marine estadounidense que secuestró -y abusó de ella- a una niña de doce años. Harrower imagina el encuentro, quince años después, de una pareja que ha pasado por unas circunstancias similares. Y lo hace dejando al aire las heridas del pasado, echándoles sal y haciendo que vuelvan a sangrar. 

Lo hace con diálogos aturdidores, incómodos, inquietantes; como lo son los dos personajes, que escarban en sus pasiones y sus perversiones para dibujar una historia estremecedora. Y en ella se sumergen sin oxígeno Irene Escolar y su compañero de reparto, el admirable José Luis Torrijo, en un combate sordo y doloroso del que salen los dos victoriosos, pero exhaustos. «Blackbird» es, en el fondo, una terrible y descarnada historia de amor.



Irene ha sido la impulsora de este proyecto; ella compró los derechos de la obra y no paró hasta conseguir ponerla en pie (ha contado con la ayuda de la Comunidad de Madrid y el Festival de Otoño a Primavera). Y ella quiso que su amiga Carlota Ferrer dirigiera la función. La directora ha enmarcado la acción en un bello espacio (lo firma Mónica Borromello) de reminiscencias cinematográficas, que lo aleja, a mi juicio -quizás es su intención-. Tampoco estoy de acuerdo con determinadas decisiones (una canción, un micrófono, un baile), que rompen el implacable relato que se ve en escena; es verdad que alivian la tensión, a veces insoportable, pero creo que obstaculizan más que ayudan.

No quita para que «Blackbird» sea una magnífica y sacudidora función de teatro, que deja temblando hasta el más impasible espíritu; y es, además, una nueva lección de esta actriz inasible que es Irene Escolar.


* «Extraordinaria, monstruosa, enorme, muy distante de lo común en su línea», según la definición de la RAE.

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